Nota del editor de este Bloc
Por Beniezu
Un excelente artículo sacado de ''El viejo Topo'' sobre la transición del socialismo al capitalismo
en la Europa del Este. Una visión bien alejada de las tendenciosas y rencorosas
críticas de los voceros del capitalismo. Una visión que nos habla de la cruda
realidad de aquella transición que supuso
sin que nadie lo imaginase un autentico drama social para los pobladores de las antiguas Repúblicas Socialistas.
Millones de muertos por desatención social, desplazamientos, miseria y pobreza
etc. etc. Drama y desgracia que los
voceros del capitalismo se ocupan en ignorarlo y tergiversarlo hablándonos solo
de las maravillas de haber alcanzado la ‘’libertad’’
ignoran olímpicamente el desastre humanitario que aquel drama supuso para unos
pueblos que fueron víctimas de las maquinaciones de Occidente y de gentes sin escrúpulos
que se hicieron ricos a costa de las miserias de sus conciudadanos
Maldito socialismo¡cómo te echamos de menos!
Higinio Polo, revista El Viejo Topo
La
escenificación de una alegría impostada en ceremonias de auto alabanza (con
evidentes concesiones al nacionalismo alemán) y la presencia, y, después, las
imágenes difundidas por el mundo de Gorbachov, George Bush, Kohl, Merkel,
Wałesa y otros (incluso Medveded) celebrando la “victoria sobre el comunismo”, escondían el sufrimiento social causado por el
retroceso hacia el capitalismo en toda la Europa oriental, y se revelaban como la gran mentira de los
festejos de Berlín.
Hace
un año, en enero de 2009, haciéndose eco de un estudio de la Universidad de Oxford, el diario italiano Il Manifesto publicaba un
artículo sobre las consecuencias de las privatizaciones y de las reformas de la
llamada terapia de choque de Yeltsin y Gaidar en Rusia. El trabajo que citaba el diario italiano había
sido publicado en la revista médica Lancet y llevado a cabo por David Stuckler, de la
Universidad de Oxford, Lawrence King, de la Universidad de Cambridge, y Martin
McKee, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, utilizando datos
de organismos de la ONU, como la UNICEF, después de una investigación de cuatro
años. Un millón de muertos.
Ese era el resultado de la investigación que concretaba el aumento de la mortalidad (casi un trece por ciento, durante los años noventa) a consecuencia del desempleo, las privatizaciones y la aplicación de las recetas liberales que extendieron el hambre, la miseria y causaron la destrucción de la economía rusa. Debe hacerse la precisión de que el estudio abarcó la mayor y más poblada república soviética, pero que, de hecho, Rusia representa sólo la mitad de la población que componían las quince repúblicas soviéticas, y tampoco abordaba lo sucedido en el resto de países socialistas, que, juntos, sumaban otros cien millones de habitantes. Ese estudio publicado en Lancet, por tanto, sólo habla de la mortandad causada entre ciento cincuenta millones de habitantes, mientras que el conjunto de la población de la Europa socialista alcanzaba los cuatrocientos millones.
No debe olvidarse, además, que esas
cifras son estimaciones, puesto que otros estudios elevan mucho más el número
de víctimas: piénsese en el aumento de la mortalidad infantil, en el retroceso
de la natalidad, en el descenso de la población (a veces, por la emigración; en
otras, por causas distintas, que no siempre es fácil clasificar). Ucrania, por
ejemplo, ha descendido desde los 52 millones de habitantes que tenía en el
socialismo, en 1991, a los actuales 46 millones, dieciocho años después.
Por supuesto, nada
de eso se vio reflejado en los festejos de Berlín, ni el gobierno pronorteamericano de Yushenko y
Timoshenko, ni los países capitalistas occidentales se han preguntado hasta
ahora por la causa de un desastre demográfico de tal magnitud. Y es sólo un
ejemplo, aunque sea de los más dramáticos. La antigua RDA, que contaba con dieciséis millones de habitantes,
ha perdido dos, sobre todo por la emigración, y muchas ciudades se están
despoblando. Incluso elInternational Herald Tribune (en su edición del 15 de enero de 2009) se hacía
eco de la muerte prematura de unos tres millones de personas en el conjunto de
los antiguos países socialistas europeos, según datos de los organismos de la
ONU, y de la pérdida de unos diez millones de personas en esos territorios.
Ante el horror y la contundencia de las cifras, Jeffrey Sachs (uno de los principales asesores de la terapia de choque capitalista en Rusia y otros países) intentó descalificar esas estimaciones y, en una carta a The Financial Times, consideró un éxito la reforma en Polonia, Chequia y Eslovenia, al tiempo que achacaba la mortandad en la antigua URSS a una evolución que se inició en la década de los sesenta del siglo XX, y a “la pobre dieta alimenticia soviética” (afirmaciones que la excelente investigación de Serguei Anatolevich Batchikov, Serguei Iurevich Glasev y Serguei Georguevich Kara-Murza, en El libro blanco de Rusia.
Las reformas neoliberales(1991-2004), deja por completo en evidencia).
Refutando a Sachs en esas mismas fechas, en una entrevista en The Times,
el premio Nobel Joseph Stiglitz afirmó que la terapia de choque fue “una política económica desastrosa”. El capitalismo ha llevado a la muerte a millones de
personas, y no sólo en anteriores etapas históricas, sino en estos últimos
años. La desaparición del socialismo europeo no fue un éxito, sino una
catástrofe, y centenares de miles de personas
vivirían aún de no haber mediado ese desastre que celebraban en Berlín.
* * *
Bajo el socialismo, con el trabajo, asegurado para
toda la vida para cualquier ciudadano, se disponía de casa, de asistencia
médica, vacaciones y jubilación. Nadie pensaba en el desempleo, ni en los
desahucios y la falta de techo, ni en las abusivas hipotecas de por vida, ni
esperaba con temor una vejez desamparada y pobre. La privatización trajo
consigo la pérdida de millones de puestos de trabajo, el desmantelamiento de
buena parte de la industria, creó una espantosa corrupción, y. además, desató
la miseria, la desesperación, el aumento del alcoholismo, de los suicidios, el
abandono de niños, las pensiones de miseria, la introducción de ciegos
criterios de mercado por encima del interés social, mientras se enriquecía una
minoría.
El desastre en las instituciones científicas, el
retroceso en la investigación, la ruina de la cultura, la introducción desde el
Occidente capitalista de los más banales y zafios recursos de entretenimiento y
alienamiento popular, la planificada
destrucción de las costumbres sociales de ayuda mutua y solidaridad, fue
acompañada por la exaltación del egoísmo personal y la búsqueda del
bien privado, porque lo común pasó a ser considerado sospechoso por el
nuevo poder capitalista.
El desmantelamiento de la sanidad pública, el aumento de los precios de las medicinas, la reducción de la esperanza de vida, afectaron de manera determinante a la población. Todavía desconocemos las cifras de suicidios, las muertes causadas por el alcoholismo de quienes habían caído en la desesperación; la mortalidad debida a la proliferación de enfermedades como la tuberculosis, que afectan ahora a millones de personas, el destino de muchos de los centenares de miles de vagabundos y de niños abandonados que llenaron toda la geografía de la Europa oriental, y que siguen viéndose hoy, que fueron consecuencia directa de la salvaje implantación del capitalismo.
Si hace dos décadas el hambre era desconocido en
toda la Europa oriental, hoy afecta a millones de personas. Se dispone de algunas estadísticas parciales: en
Ucrania, hoy, por ejemplo, un millón y medio de personas pasa hambre.
Esa
política, impulsada en Rusia por el sanguinario Yeltsin, y por personajes como
Gaidar y Chubais, tenía detrás a académicos norteamericanos neoliberales como
el citado Jeffrey Sachs, y suecos como Anders Åslund (ayer, asesor económico en
Rusia y Ucrania, y hoy responsable del programa ruso y euroasiático de Carnegie Endowment for International Peace de
Washington), y sus ideas recibieron el apoyo
entusiasta de Estados Unidos, con Clinton al frente (el presidente a quien
tanta risa daban las ocurrencias del alcoholizado Yeltsin); tenían el sostén de
Alemania, con Helmut Kohl; de Gran Bretaña, bajo John Major; y de Francia, con
Mitterrand, y, después, Chirac.
Esa realidad es conocida por los investigadores y por los gobiernos, pero no por ello se sienten aludidos los liberales: algunos, aunque no pueden dejar de reconocer el desastre, insisten en las ventajas a largo plazo de la implantación del capitalismo en la Europa del Este. Veinte años después de la desaparición de los sistemas socialistas que gobernaban la Europa del Este, la bien engrasada maquinaria propagandística de los medios de comunicación sigue remachando el clavo de la interpretación sobre aquellos hechos: manejando ideas simples para asuntos complejos, liquidan el expediente evocando la supuesta “rebelión popular contra el socialismo”, para terminar felicitándose, interesadamente, por la “muerte del comunismo” y el “triunfo de la libertad”.
Además del recurso a la deshonesta y falsa equivalencia entre nazismo y comunismo, los defensores del capitalismo utilizan otros argumentos. La equiparación entre democracia y capitalismo fue sólo una de las muchas astucias de tramposos que los laboratorios ideológicos del liberalismo desarrollaron con éxito en la Europa del Este, pese a la evidencia de que el capitalismo no trae consigo la democracia: de hecho, ha convivido y convive con regímenes dictatoriales, monarquías autoritarias, estados expansionistas y belicistas, democracias tuteladas, y, también, con el nazismo y el fascismo.
Porque la actual democracia liberal (corrompida por el poder del dinero) es sólo una de las formas políticas que ha adoptado el capitalismo. Otra de las trampas que utilizan los liberales es la condena universal del socialismo por los excesos y crímenes del pasado, mientras que el capitalismo es presentado como carente de historia: parecería que ni el colonialismo, el imperialismo, las matanzas y la represión en todos los países, existieron nunca, y, si se recuerdan, son para considerarlos fenómenos históricos que no tienen nada que ver con el capitalismo actual, pese a las guerras que mantiene. Para la propaganda liberal, ese capitalismo está representado apenas por los países más desarrollados, no por los más pobres: es Francia, no Egipto; es Alemania, pero no Indonesia; es Estados Unidos, pero no Haití.
El entusiasmo liberal por la
revisión de la historia llega al extremo de querer equiparar comunismo y
nazismo por el procedimiento de negar la evidente filiación del fascismo con el
capitalismo, y con la abusiva utilización del término “totalitario” que permite
crear el espejismo de un capitalismo “democrático” que se
habría opuesto al totalitarismo de nazis y comunistas, idea que no resiste la
menor comprobación empírica, porque el nazismo y el fascismo no fueron
derrotados por las potencias capitalistas sino por el socialismo soviético.
* * *
El
Pacto de Varsovia fue desmantelado; la OTAN sigue planificando guerras. Se seguirá discutiendo durante mucho tiempo sobre
esa catástrofe. Hoy, las diversas explicaciones llegan desde la indigencia
intelectual y la deshonestidad política de los medios liberales, pasando por la severidad de un sector de la izquierda
(socialdemócrata, trotskista, anarquista) que condena, a veces sin matices, la
experiencia del socialismo real ,
y terminando con la hagiografía de otro sector de la izquierda (comunista) que
rechaza cualquier análisis crítico de la realidad de los antiguos países
socialistas europeos. También, figuran las de quienes intentan ser equilibrados
y honestos a la hora de juzgar lo que fue el “socialismo real” y, sobre todo, lo que ha supuesto para la población
el retorno al capitalismo.
Desde la Polonia que acaba de prohibir la bandera
roja y los símbolos comunistas (igual que hicieron Hitler, o Franco, o
Mussolini), desde la Chequia que intenta prohibir ahora el partido comunista;
desde los países bálticos, que con su feroz falsificación histórica relegan a
los comunistas a la clandestinidad yabsuelven a los nazis locales de su complicidad con el Reich hitleriano; desde la
Alemania unida que persigue el recuerdo de la RDA, o desde la Rusia que quiere
destruir al partido comunista, todos esos países, unidos al gran altavoz de la
propaganda liberal que tiene su centro en Estados Unidos, se agrupan tras
Washington en una poderosa coalición que sigue saludando como una gran victoria
de la libertad el vendaval que se inició en 1989 y culminó, primero, en 1991,
con la desaparición de la URSS, y finalmente, en 1993, con el golpe de Estado
de Yeltsin en Rusia, que consolidó la
vía golpista al capitalismo.
La política de Gorbachov segó la hierba bajo los
pies de los dirigentes comunistas europeos, porque estimuló las protestas y
anunció tácitamente que Moscú no movería un dedo para sostener a la Europa
oriental. Incluso se estimularon las protestas: los gobiernos se vieron
abocados a iniciar improvisadamente reformas, a entablar procesos de
negociación con la oposición y, en última instancia, a ceder el poder.
No obstante, pese al análisis predominante que hoy se hace en Occidente (sostenido con entusiasmo por los beneficiarios del cambio de régimen: una mezcla, según los países, de antiguos disidentes, viejos “comunistas” reconvertidos al capitalismo y nuevos burgueses surgidos de la rapiña y el caos), que puede resumirse en la falsa foto fija de una “rebelión contra el socialismo”, lo cierto es que las manifestaciones de 1989 en la Europa del Este no reclamaban nunca el capitalismo: querían reformar el socialismo, acabar con el autoritarismo y los abusos del poder comunista, conquistar la libertad y acabar con el temor reverencial al poder, conservando las estructuras económicas del socialismo.
Sin embargo, las explicaciones no son sencillas, y aunque desconocemos todavía buena parte de las complicidades y de la acción que desarrollaron las grandes potencias, no se sostiene la interpretación liberal de un hartazgo popular, porque buena parte de la población permaneció a la expectativa. La supuesta rebelión popular en Rumania contra Ceaucescu, por ejemplo, nunca existió: hubo importantes y nutridas manifestaciones, sí, pero el general Stanculescu ha revelado recientemente que el golpe de 1989 que terminó con la sentencia a muerte del presidente del país contó con la complicidad soviética y norteamericana.
Al
margen del turbio carácter del personaje, y de su afán por justificar su papel,
lo cierto es que seguimos desconociendo muchos aspectos de los acontecimientos
de ese año, y no sólo en Rumania, aunque no todos obedecen a causas
conspiratorias. Es cierto que las maniobras y operaciones planificadas operaron
sobre un descontento popular que se manifestaba en la población católica
polaca, en la insatisfacción por la limitación de movimientos en la RDA,
Hungría o Checoslovaquia, en la escasez de abastecimientos en Rumania, Bulgaria
o la URSS, y en la aspiración a la libertad, pero la clave está en la pasividad
del Moscú de Gorbachov y en la incapacidad de los gobiernos comunistas para
afrontar y canalizar unas protestas pacíficas que, en su origen, no iban
masivamente contra el socialismo: ni siquiera tras el hundimiento de la Europa
socialista en 1989, en la URSS que veía crecer la demagogia de Yeltsin y
que le llevó a ganar las elecciones rusas y a disolver la Unión Soviética en
1991, nunca su gobierno se atrevió a explicar a la
población que su propósito era implantar el capitalismo.
* * *
El aumento de los precios no fue equilibrado con un aumento de los salarios, y esa fue una de las vías para favorecer la acumulación de los nuevos capitalistas y para desarmar cualquier conato de protesta, porque la población debía emplear toda su energía en asegurarse el sustento diario, siempre por debajo de la dieta alimenticia habitual que tenía en el socialismo. Los salarios continúan siendo hoy mucho más bajos que en el occidente europeo, y eso explica la instalación de empresas occidentales para explotar una mano de obra barata, pero educada y con gran capacidad técnica.
La privatización de los bienes del Estado (a través de ventas amañadas, subastas falseadas o
“reparto” de participaciones que, inevitablemente, acabaron en manos de los
nuevos capitalistas) trajo consigo un cambio total de propiedad, de la que se
aprovechó la gran empresa occidental. Los nuevos bancos que operan en la Europa
oriental, por ejemplo, son controlados casi en su totalidad por capital
extranjero, y la introducción de las empresas capitalistas europeas buscó desde
el principio apoderarse de buena parte de los sectores económicos de cada país,
junto a la explotación de mano de obra y la especulación financiera y
urbanística, y, en ocasiones, a la creación de “industrias” tan repulsivas como
la que se dedica a la pornografía en Budapest, convertida en el mayor centro
europeo de ese negocio.
La
deuda externa combinada de los países europeos orientales en 2008, excluida
Rusia, superaba con mucho (en casi 200.000 millones de euros) el monto total de
las inversiones extranjeras (que han sido de unos 450.000 millones) acumuladas
en los casi veinte años anteriores: un mal negocio, desde cualquier punto de
vista. La emigración ha supuesto un golpe demoledor para la mayoría de los
países, y, al tiempo, un recurso inevitable para la subsistencia de muchas
familias.
Aunque las estadísticas son precarias e incompletas, sabemos que más de un millón de polacos han emigrado a Gran Bretaña, y contingentes numerosos a otros países, y el gobierno de Bucarest considera que tres millones de rumanos han abandonado el país. También, sabemos que casi cuatrocientos mil moldavos han emigrado, casi el diez por ciento de la población. Centenares de miles de niños han sido abandonados por sus padres, o han quedado al cuidado de otros familiares. En Polonia, unos quince mil niños han terminado en orfanatos.
El fenómeno es particularmente grave en Ucrania, Moldavia, Rumania y Bulgaria. Solamente en Rumania, según la Fundación Soros (que no es sospechosa, precisamente, de tener simpatías por el viejo socialismo real), hay trescientos cincuenta mil niños abandonados. El corolario de todo ello es el aumento de la delincuencia, de la explotación sexual de muchos de esos niños, del tráfico de personas. La caída de la esperanza de vida ha sido también constante y documentada por entidades locales e internacionales.
Agrupando a todos los antiguos países socialistas europeos y
las dos mayores repúblicas soviéticas, Rusia y Ucrania, en 1993 hubo casi
700.000 muertes más que en 1989. En un solo año. El fenómeno, aunque con
altibajos, fue constante durante toda la década final del siglo XX. Esa
terrible mortandad debe tenerse en cuenta al hablar del supuesto “éxito” de la
transición del socialismo al capitalismo.
Ahora, tras veinte años de capitalismo, las recetas que gobiernos, e instituciones como el FMI, aplican contra la crisis en que se encuentran los países del Este europeo son las tradicionales del más feroz liberalismo: nuevas reducciones salariales, aumento de impuestos a la población, recortes sociales, reducción de pensiones, desmantelamiento de servicios, con el aumento consiguiente de la pobreza.
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